Cap 11. OLVIDANDO LA TIERRA I

11. OLVIDANDO LA TIERRA

El mes que paso en Barcelona tras mi periplo europeo es uno de los meses más productivos de mi vida. En Barcelona mi vida es muy sencilla, nunca tengo nada concreto que hacer. Durante este mes compongo diez temas de todo tipo y color. Pero el proyecto que más me ilusiona es un relato de ciencia ficción. Es la primera vez que me siento a escribir, y la experiencia no puede ser más gratificante. Cuando haces música te has de limitar a la física del sonido. Pero en la literatura el único límite es el de las palabras, prácticamente todo es posible. Aquí os dejo el primer capítulo del relato titulado Olvidando la Tierra.

Escribía por primera vez siendo consciente de lo inútil de buscar un modo correcto de explicarse. La escritura le atraía, le absorbía. A veces veía esta llamada como otro ejercicio del onanismo endémico que sufría su sociedad, como un fútil grito autoritario a un auditorio eterno e impersonal, como otra evasión más de su vida tras la huída, como un torpe consuelo a la idea de haber perdido un planeta.

¿Cómo puede aspirar un ser cualquiera a creerse poseedor del derecho de decir a los demás lo que piensa sin dejar lugar a réplica? ¿No deja este individuo patente, por el mero hecho de reflejar sus ideas, que no sólo dice lo que piensa, si no que insta vehementemente al lector a pensar de la misma manera? ¿Podía hacerse responsable de que se interpretara todo lo que decía, aún sabiendo que todo habitante racional de este universo era su lector potencial? Las respuestas a estas preguntas lo liberaron por fin.

Sí, era un ejercicio de onanismo, escribía porque tenía algo que decir no para dialogar con nadie, el diálogo no ayudaba. Casi nunca había escuchado realmente, al menos como se ha de escuchar para aprender. Y, ciertamente, nadie le había escuchado a él. Si alguna vez había conectado con alguien, inspirado una idea, había sido mediante la acción. Si él aprendió algo alguna vez fue mediante el ejemplo. El diálogo le parecía, y ahora más que nunca, no ser más que una amalgama de monólogos aparentemente alternos, pero simultáneos. Sólo se debatía lo obvio, lo común, el resto se gritaba en un canto unísono pero disonante.

Sí, quería decirles a otros que pensar. Porque sentía que era tanto un deber como un derecho. Pero un deber y un derecho que recaía a su vez sobre los hombros de su lector. A éste le tocaba decidir si intentaba o no descifrar su mensaje, y en caso de hacerlo sólo el lector era responsable de como éste le afectaría, o si le afectaría de algún modo. Quería decirles que pensar porque sabía que jamás lo conseguiría. Y seguro de esto podía satisfacer su necesidad de expresión sin buscar convencer, sino simplemente expresar lo que tenía que ser dicho.

No, no podía hacerse responsable de ser interpretado. Si siglos atrás aquel que escribía podía presumir de conocer a su posible lector, ahora esa idea era poco más que utópica, la humanidad se había tornado en un amasijo de personalidades casi impermeables, aquellos que habían sobrevivido a esa época vacía, y su descendencia, serían sus únicos lectores, solo dios, que en caso de existir habría dejado hace tiempo de mirar hacia abajo, sabía a quién podía estar escribiendo, si es que le escribía a alguien. Sabiendo lo imposible de ser interpretado se sintió al fin libre. Ya no le escribía a nadie, sin embargo sentía que por primera vez era oído. Se oyó hablar como nunca antes.

Empezó con lo único que sabe uno de antemano cuando se dispone a escribir, aquella pregunta que se hace su alma y que irremediablemente ansía responder. Todo título tendría que ser una pregunta, pues todo discurso es una respuesta. En su caso el título era conciso, era la pregunta maldita que ella le hizo y que le había devuelto a la razón después de que en la huída se entregara por completo al instinto, reprimiendo lo que hubiera sido fatal, cualquier reflexión, cualquier mirada atrás, a lo perdido

Era la pregunta que lo tenía atrapado en un círculo vicioso de ideas geniales, archivos borrados, eternas revisiones y borradores cargados de nimiedades, falsedades, trucos. No podía llegar a imaginar cuantos árboles se habrían consumido en la antigüedad en infructuosos intentos de responder a una pregunta. Pero la suya bien mereciera el sacrificio de un par de los ahora escasos árboles. Quizá los antiguos pensaron que sus preguntas urgían una respuesta, pocos podrían imaginar que el hombre fuera a verse en la situación de responder semejante pregunta, ¿olvidaremos la tierra?

La respuesta le vino clara a la mente, fugaz y severa. No. Mucho más difícil fue responder la pregunta siguiente, que ella, aparentemente satisfecha con la escueta respuesta, no se atrevió a hacer. Aquella pregunta que inhibimos en los más jóvenes por miedo a lo desconocido o a aceptar el desconocimiento. El motor único de la conciencia humana. ¿Por qué?

Tras el abismal muro en que se erigía esta pregunta se había escondido esos primeros días en la nave. Sentía que debía escribir. La humanidad no podía olvidarse. No podían permitirse volver a pasar por lo mismo. Si el ser humano era algo, era su propia historia. Si había de quedar algo de él, sería a través de ésta. Mucho se había perdido, muchos se habían perdido.

Si reflejar una idea sencilla resultaba complicado, describir que había sido la tierra se le antojaba absurdamente complejo. ¿Qué merecía la pena contar? ¡Qué no lo merecía! Le alivió decidir que contaría lo que era su tierra, lo que había sido para él, y qué significaba su pérdida. En manos del resto quedaría reflejar su versión, aunque parecían más bien tentados a olvidar, a relegar al ostracismo todo logro o error de la humanidad, creyéndose capaces de crear sobre el papel aquello que sólo podía surgir de manera espontánea, una nueva sociedad. No buscaba ya que debía ser dicho y como, sino que escribía conforme las ideas aparecían en el umbral de su conciencia. Sus dedos en la pantalla eran la feroz voluntad de un ser humano cuando se siente libre de su condición abrazándola como condición única de su existencia

El texto resultaba confuso, pero ¿qué no lo era? La tierra importaba poco. Si antes no era más que una mera placa de cultivo para el germen humano, ahora, una vez destruida después de siglos de tortura, no perduraría más que como una masa inorgánica que hasta la inevitable muerte del sol flotaría inerte en el espacio. De lo que un día fue la tierra sólo quedaría la huella genética en el parásito al que sirvió como campo de experimentos y que ahora la dejaba atrás agotada.

Qué decir de un lugar que despreciaba tanto. Pertenecía a la última generación que recordaba haber vivido sin la red. Al menos durante los primeros años de su vida. Cuando apareció, sólo era una herramienta más, lentamente se había transformado en condición sinequanum de lo que ella insinuaba equívocamente con la palabra tierra.

Sucedió con la red lo que a los primeros hombres cuando empezaron a domesticar animales salvajes. Algunos parecerían dóciles, serviles, útiles. Hasta que en un momento de necesidad, antes de haber sido subyugados mediantes siglos de genética forzada, se revolvían contra su impuesto amo para devorar cada pedazo de sus ser. En el caso del animal salvaje, éste conservaba siempre un factor de decisión, de acción sin estímulo, la red, sin embargo, no era más que una herramienta, fue el propio hombre el que la incitó a devorarle.

Era la democracia hecha realidad, quién podía rechazar la idea de que cada ciudadano pudiera votar sobre cada acción del gobierno. Pero las premisas del juego eran erróneas. El ciudadano que proponía las enmiendas a una legislación caótica, el ciudadano que votaba alegremente cada día veintiocho, el ciudadano que se henchía de orgullo al esgrimir su derecho a decidir, no era ciudadano. Ese fue el mayor error de su era, aquella a la que llamaron moderna y debieran dar por fin por terminada, creyeron ver en todo humano a un ciudadano, y se equivocaron. Pudieron trabajar en hacer del humano un ciudadano, pero sus maneras no permitieron proyectos a tan largo plazo y se dejaron cegar de nuevo, como antes con religiones, tabúes, costumbres y mitos, por la comodidad existencial de escuchar y obedecer a la masa.

Todos creyeron tener una opinión. Ya no hacía falta reflexionar. Todo era relativo a los deseos de cada uno. La moral no era ya la causa de las acciones, era una mera justificación de éstas. Imperó el instinto como forma de vida. El impulso por el impulso. Los seres humanos parecieron estar más unidos que nunca. Pero en el fondo se empobrecían, decrecían como especie, rehuyeron el conflicto y cuando éste los encontró, pocos estuvieron a la altura. Los pocos que ahora buscaban asilo en la galaxia. Los escasos restos de una civilización condenada al olvido, de una especie que no podía más que seguir su curso, sabedora como nunca antes de que el curso de la evolución no implicaba la mejora de la especie sino que era otra muestra más de la imponente fuerza que creó y destruiría el universo, el cambio.

Quizá pasara como con los judíos del lejano holocausto. Nada hace más fuerte a una especie como un exterminio masivo. Aquellos individuos que sobreviven son los más adaptados. Eso era lo que más temía, no quería ni imaginar qué clase de seres serían aquellos mejor adaptados a una situación así, tan inesperada y aún así tan previsible.

Él y Elena esperaban en el hangar de embarque cuando estallaba la guerra. Pero esta vez sólo había un ejército, por lo que sería más bien una masacre. El pueblo soberano había decidido destruir con toda la fuerza del ejército a los escasos pero poderosos propietarios, que seguramente habrían votado en contra. El resultado estaba siendo catastrófico en todo el globo. El ejército llevaba décadas inactivo y funcionaba de manera completamente automatizada según las órdenes dictadas por políticos inexpertos en cualquier materia más allá del sofismo y la retórica. La situación no tenía precedentes. La máscara de unidad había caído y ambos bandos enfrentarían su mortal destino como lo que eran y siempre serían, uno. Toda la fuerza era demasiada fuerza. Muchas organizaciones privadas habían creado en secreto sus propios ejércitos y arsenales y se defendieron con igual imprudencia. Ciudades enteras habían desaparecido en cuestión de segundos.

Inconscientes se dirigían hacia su primer paseo espacial. Él los detestaba pero no podía negar que ardía en deseos por ver el espacio, aunque fuera desde el peor camarote de un lujoso crucero espacial y sin dinero suficiente para salir de la nave a experimentar las delicias del vacío. Cuando la noticia llegó todo estalló en caos. Nadie esperaba que el pueblo votara a favor de semejante atrocidad, vivían con este tipo de amenazas todo día de votación, cualquier propuesta era válida ante los ojos de la ley, pero casi siempre brillaba en el último momento el sentido común que mantenía la especie con vida en un fino equilibrio. Ese día veintiocho la cuerda se había tensado demasiado.

Corrieron hacia el primer túnel de embarque que encontraron. El túnel llevaba a un pequeño hangar privado que bullía con el ir y venir de personas uniformadas. Sin pensárselo dos veces agarró a Elena y se escondieron en el primer carro flotante de transporte que encontraron. Había vivido toda la vida rodeado de gente uniforme, y sabía lo que le pasaba a aquellos que no encajaban.

Él y Elena embarcaron como polizones minutos antes de que todo acabara. La nave temblaba como si fuera a resquebrajarse en cualquier momento. A través de las escotillas de la bodega en la que se encontraban pudieron ver como la silueta de Málaga aparecía tras la densa cortina de humo producida por los propulsores. Entonces ocurrió. Una luz los cegó durante unos instantes, cuando recobraron la vista las luces que quedaban en la ciudad se habían agotado. La ciudad que había visto pasar a innumerables civilizaciones, que había sido hogar de tanta lucha, de tanto ingenio, de tanta vida, la ciudad que le había visto crecer, ya no era. Cuando dejaron atrás la atmósfera pudo ver cientos de naves a su alrededor y miles más en forma de puntos luminosos se esparcían en todas direcciones alejándose del globo. Era un espectáculo hermoso y único, casi le hizo olvidar la tragedia que representaba. Fue entonces cuando Elena le miró profundamente a los ojos y le hizo la fatídica pregunta.

Llevaban ya una semana ahí. Escondidos entre generadores de alimento. Permanentemente alerta para no ser descubiertos, aún sabiendo que era inevitable, e incluso recomendable, que los encontraran tarde o temprano.

Él se encerraba en su escritura. Podía verse así mismo desde fuera absorto en la pantalla con el rostro iluminado. La patética imagen del hombre que tanto había odiado. Ahora era él el que huía de la realidad encerrándose en sí mismo. Huía de Elena. Él ya no quería vivir, y mucho menos así. Siguió por ella, luchó por ella y ahora, en la manera egoísta de los tiempos, la culpaba por seguir vivo.

No ayudaba a sobrellevar estos sentimientos el vivir en absoluta oscuridad, sorteando a ciegas la esquina que habían establecido como inodoro. En poco se parecía todo eso a los viajes de triunfal exploración galáctica que tanto había disfrutado leyendo cuando joven. Distaba más aún de la idea que ella tenía de su primer viaje espacial. Era una mujer fuerte, tenía que serlo para seguir a su lado. Pero necesitaba un propósito, un destino. Él sólo escribía, corriendo una carrera imposible contra el olvido, esperando el desenlace fatal de su huida.

Entonces, ante el asombro de los dos polizones, la puerta a la que miraron recelosos y expectantes durante días se abrió. Tras unos segundos para adaptarse a la luz que provenía de fuera, pudieron ver la esbelta y hierática silueta que los observaba como esperando una reacción. No podía creerlo, y a juzgar por la cara de Elena tampoco ella daba crédito, no sabía nada, lo daba por perdido. Ante ellos se encontraba el director de la UMACE. Eminente pensador y científico. Uno de los pocos que se había plantado ante el estado cuando éste, bajo soberano mandato de las masas, había reducido la variedad de estudios universitarios a niveles del siglo XVII, sólo que en este caso los estudios que perduraron fueron aquellos útiles, la historia dejó paso a la economía, la psicología al marketing, la filosofía al turismo. Era una entre tantas personas que creían haber dejado atrás. En el rostro de Elena, tras la sorpresa, la alegría y la incredulidad, pudo reconocer los salvajes rasgos de la traición. Él era su padre. Por el que había llorado en silencio desde que vieron alejarse la tierra. Y allí estaba, impasible, como si ver aparecer de entre los incontables fantasmas a un ser tan querido, posiblemente al único, no alterase la mente de un hombre que parecía absorto en planes muy superiores a cualquier vínculo biológico fortuito.

– No deberíais estar aquí.- afirmó sin más ánimo que el de dejar patente un hecho irrefutable.- Guardias, arrestadlos y ponedlos bajo custodia.

Carlos Moratalla Gallardo.

Una respuesta a “Cap 11. OLVIDANDO LA TIERRA I

Deja un comentario